domingo, 18 de julio de 2010

Día 20 - 6 de agosto - Ipiales

Después de un viaje interminable, el jueves 6 de agosto, llegamos nuevamente a Ipiales.

La ide era salir inmediatamente hacia Quito, Ecuador, pero el cansancio era demasiado, el viaje había sido muy pesado y, pese a que Alejandra quería seguir, la convencí para descansar todo lo que quedaba de ese día.

Poco que decir de ese día, salvo que descansamos y había mucho frio.

Lo que si quiero mencionar, al recordar nuestra salida de Colombia es que fue, de lejos, el país más bonito en el que hemos estado.

Me doy cuenta que el final del viaje en Colombia no fue tan bueno (sobre todo por Bogotá), en muchos casos fue malo. Sin embargo, el recuerdo que me queda es el de los lugares, la gente, el clima, el ambiente, la alegría, todo lo que Colombia tiene para ofrecer.

Sin embargo, más allá de todos estos problemas, queda el recuerdo, inolvidable, de la cultura, del café, las curvas, la bandeja paisa, las playas, el acento, la gente, el clima, de todo. De todo lo que hace que uno quisiera volver a Colombia, y sucumbir ante el latente riesgo de quererse quedar. Para siempre.

¡Volveremos!

Días 17, 18 y 19 - 3, 4 y 5 de agosto - Bogotá

Del calor del mar caribe fuimos al frio de (la fria) Bogotá.

Ya sé que cada uno tiene experiencias distintas y gustos diferentes, pero por lo que a mí respecta, y a Alejandra también, Bogotá no nos gustó. Fue la única ciudad que no nos gustó de todo el viaje (más allá de Ipiales, que es un pequeño pueblo, que en realidad fue sólo una ciudad de paso).

El lunes 3 de agosto, cerca al medio día, llegamos a Bogotá. Las expectativas que teníamos eran muy ambiguas, ya que durante todo el viaje nos habían hablado muy mal de esta ciudad. Lamentablemente, debo decir que acertaron en casi todo.

Desde el inicio la capital colombiana no nos trató muy bien. En la terminal, supuestamente se establecen las tarifas que los taxistas van a cobrar según las rutas, pero cuando le entregamos el ticket con la cifra establecida al taxista, este nos dijo que nos cobraría otro precio, aproximadamente el triple. Reclamamos, y se armó una especie de pelea, aunque sólo verbal. Vino gente de administración, pero no les hicieron caso. Finalmente decidimos salir del terminal y buscar un transporte por nuestra cuenta. El nuevo taxista fue buena gente.

Fuimos en busca de un hotel que había visto por Internet, que quedaba por el Barrio de La Candelaria, pero cuando llegamos parecía que el hotel ya no existía. Para colmo de males, la persona que hacía las veces de guardián no era muy amigable, y casi ni nos dirigió la palabra. Así fue mucha gente en general.

Felizmente encontré un hotel aceptable a un precio bueno. Después, pasamos la tarde conociéndo los alrederores y en la noche comimos pizza.
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El cansancio aumentaba, y el frio nos hacía querer dormir, así que eso hicimos.

Ya tantos días de viaje, que en realidad eran algo cansados, porque andábamos de un lugar a otro, nos estaban pasando factura. Estábamos bastante cansados.


El martes 4 de agosto, recorrimos parte de la ciudad, y en la tarde nos encontramos con Andrea, una amiga que había conocido gracias a mi otro blog.

Andrea y yo nos hicimos amigos gracias a las cosas que yo escribía y a las conversaciones que teníamos por messenger. Gracias a eso, pudimos conocernos en Bogotá, y paseamos junto a un amigo de ella y a Alejandra.

Así pasamos la tarde, conversando y pasándola bien con alguien amigable (Alejandra y yo coinciimos que, de lejos, Andrea fue lo mejor de Bogotá).

En general, conocimos muy poco de Bogotá, aunque de repente era casi todo lo que había por ver. Me parece que esa ciudad no tiene muchos atractivos turísticos, a diferencia de capitales como Lima o Quito.

Pero no todo termina ahí. A la hora de tomar el bus, en la mañana del miércoles 5 de agosto, cuando salíamos de Bogotá, ya de regreso a Ipiales, a los diez minutos, el bus se malogró. Maldita sea. Estuvimos varados cerca de una hora, hasta que finalmente nos fuimos.

Después de esa experiencia en Bogotá, una frase (no sé si mía o de otra persona) me vino a la mente: ¡Viva la provincia!


P.D. Antes de terminar con Bogotá, sólo quiero agregar que el tan famoso Transmilenio no es tan bueno como lo pintan, al menos cuando fui me pareció bastante lento. En transportes, me quedo con Medellín, Quito y Guayaquil.

P.D.2 Si por alguna extraña razón, alguien de Bogotá lee esto, que me disculpe,pero esa fue la impresión que tuve de la ciudad. Quizás, más adelante, por alguna más extraña razón, vuelva a esa ciudad, y cambie de parecer, pero por ahora no es de mis primeras opciones para volver.

Días 10 al 16 - 27 de julio al 2 de agosto - Santa Marta

Santa Marta. Durante los preparativos de viaje, al inicio, ni si quiera se me cruzaba por la mente llegar a ese lugar. Fue junto con la definición de la ruta que Alejandra y yo ibamos viendo que podíamos llegar un poco más lejos de Cali, quizás a Bogotá. Pero entonces, al ver el mapa, dijimos ¿por qué no vamos a Santa Marta? Sonaba a locura, pero en sí gran parte de el viaje lo era. Así que sin mucho pensarlo tomamos como destino más lejano de Lima, a esa ciudad que está en el már Atlántico, en el Caribe colombiano. (Ya antes lo había dicho: me gusta la idea de partir de una ciudad al lado del Océano Pacífico y llegar a una que estaba en el Atlántico).

Muy emocionados, Alejandra y yo salimos de Medellín la noche del 26 de julio, rumbo a Santa Marta, expectantes por lo que conoceríamos, ya sintiendo el calor que seguramente nos esperaría. Sin embargo, durante el viaje sucedió algo raro y contradictorio: el camino hacia el Caribe fue frio, helado, casi bajo cero. Y no por el clima, sino porque en el bus pusieron el aire acondicionado a una temperatura muy baja, demasiado baja. Por más que reclamamos, no subieron la temperatura. Creo que algo se había malogrado, pero todos llegamos con chompas y temblando. Creo que antes que se me olvide, necesito mencionar a nuestra "mantita salvadora". El día que salíamos de Lima, dudabamos si empacar esa manta o no, pero finalmente lo hicimos, sin saber que nos salvaría y abrigaría por todos los lugares frios por los que estuvimos. Recuerdo que todo el camino hacía el caribe la pasé bien agrigado, temiendo llegar agripado y enfermo a la playa.

Volviendo al viaje, después de una infinidad de horas, tiritando, llegamos Santa Marta. Era lunes, 27 de julio. Ya en el bus, pudimos ver un par de cosas del paisaje, pero era nada comparado con lo que viviríamos.

Al bajar del bus, congelados, el sol nos recibió, caliente, directo, revitalizante.

Como el viaje había sido tan largo, y no había tomado pastilla alguna, Alejandra y yo decidimos dormir algo cuando llegáramos al hotel, que por lo que había leído en la web, estaba muy cerca al mar. La decisión de dormir algo fue sobre todo por mí, porque desde que salimos de Cali casi no había dormido. Y ya eran más de 36 horas.

(Debo aclarar que para ese momento, dormía una que otra hora, pero no mucho. Tampoco es que pasé las más de 36 horas despierto, pero también es cierto que no dormí casi nada). Sin embargo, cuando llegamos al hotel (algo nervioso porque no sabía si la zona era buena o no, o si el hotel era aceptable o no), vimos que estábamos a una cuadra de la playa. Practicamente, frente al mar. Obviamente, todo el cansancio se fue. Entramos a la habitación reservada y nos gustó. Lo raro fue que era una habítación triple, pero la usamos sólo nosotros. En una cama pusimos las mochilas, en la otra ropa sucia y en la tercera, al lado de la ventana, bajo un ventilador que daba directamente a quien se echara, dormiríamos nosotros.

El calor había aumentado y ya estabamos sudando un poco, así que nos dimos una ducha muy necesaria, y salimos a pasear, felices. Al salir a la avenida principal, la que dividia los restaurantes y locales de la arena y el mar, vimos en una pantalla digital que era medio día y que la temperatura era de 40 grados. Entramos un rato al agua, caminamos por la ciudad, y cuando ya desfallecíamos de calor, encontramos un Juan Valdez. Y entonces probamos la gloria: Granizados.


Después, fuimos a Playa Grande. Fuimos en taxi y ya por el camino pudimos ver un paisaje precioso.


Ahí pasamos la tarde, quemándonos, disfrutando del mar. Yo, que nunca había entrado al mar, intenté hacerlo, aunque sólo hasta las rodillas. Increible, pero cierto. En pleno mar caribe, no quería entrar a la playa.


(Por cierto, recuerdo que me compré aqua socks y nunca me los quité, entonces una parte de mis pies permaneció blanca, mientras el resto de mi cuerpo, y el de Alejandra, fue ennegreciéndose más y más).

Ya en la noche regresamos a la ciudad misma, y recordamos que teníamos que comer(!). Se nos había pasado el día, y no habíamos comido absolutamente nada. Pero valió la pena.

La noche fue tranquila y reparadora, con ese clima tan rico que nos encantaba.
Al día siguiente, martes 28 de julio, fuimos al Rodadero. Un lugar algo más elitista que la ciudad, pero igual de bueno. Sólo caminamos por el lugar un breve momento, para después irnos a Playa Blanca.

Para ir ahí, tuvimos que tomar una lancha desde Rodadero. Yo, la verdad, no sé nadar, y me moría de miedo de entrar al mar. Cuando supe que teníanos que navegar, aunque sea por corto tiempo, temblé un poco. Pero estábamos ahí, y había que hacerlo.


Sobre ese mar azul profundo, en ese día perfecto y caluroso, en esa lancha, yo me sentía viviendo, como dicen en el comercial de whisky, “the chivas life”.



Fue otra tarde memorable, en la que además conocimos a una pareja de colombianos, y bebimos mucha cerveza, frente al mar de Playa Blanca. Ya para este momento estaba casi completamente negro.



Al volver a Rodadero, recuerdo que la marea estaba algo movida, y la lancha se samaqueó, mientras yo temblaba y me agarraba lo más fuerte que podía de donde sea. Me aterraba estar al medio del mar, lejos de tierra.




Felizmente no hubo mayor inconveniente y ya al atardecer, regresamos en bus a Santa Marta ciudad, comimos algo, y paseamos por el malecón.


Después, compramos provisiones para lo que serían los días siguientes, una de las máximas aventuras del viaje, nuestra excursión por la reserva de Tayrona.

Algo que debo mencionar, es que esa noche hubo vientos muy fuertes, tanto que Alejandra se asustó mucho. Yo trataba de calmarla, diciéndole que era normal, que si fuese algo malo la gente se vería preocupada. Yo también tenía algo de temor, porque nunca había visto algo así, las palmeras moverse con fuerza, sentirse algo empujado por el aire.

En la mañana del miércoles 29 de julio, con una mochila de más de diez kilos de peso sobre mis hombros (pesaba así gracias a que la mayor parte de las cosas las dejamos en el hotel, porque el peso combinado de nuestro equipaje era de cerca de 40 kilos), dejamos la ciudad y emprendimos camino hacía Tayrona.

Tomamos un colectivo y, después de pasar en el bus por un camino lleno de vegetación, llegamos a nuestro destino. Pagamos las entradas y empezamos a caminar, previa revisión del mapa. Nuestro destino era El Cabo o Cabo San Juan.

Fue una caminata interminable y agotadora, pero valió la pena.


Caminamos y caminamos, primero en medio de vegetación, y llegamos a Arrecifes, una playa bastante peligrosa, tanto que ya han muerto unos cuantos, según dice una advertencia.

Seguimos caminando, y cuando estaba por desfallecer (sobre todo por el peso a mis espaldas), llegamos a Piscina, un paraíso, una playa sin olas, una preciosidad, pero sin lugar para acampar. Así que había que seguir.

Finalmente, llegamos a otro lugar maravilloso: Cabo San Juan. Ahí nos quedamos. Pagamos el derecho para acampar, armamos la carpa y fuimos a la playa.

Así pasamos la tarde, disfrutando del mar, caminando por la zona.



Ya en la noche, el calor continuaba, aunque no era agobiante, sino placentero. Para pasar el rato, Alejandra y yo empezamos a inventar juegos y tomar tequila, recuerdo que en un momento, ya pasada la media noche, salimos de la carpa y dormimos un rato fuera, mirando las estrellas.

Al día siguiente exploramos más playas y nos divertimos más, sin embargo la comida se limitaba a lo que habíamos llevado, que era atún, galletas y esas cosas que puede soportar un día, pero no dos y menos tres.



La estadía en Tayrona fue buena, salvo porque (junto con el tema de la comida) me resultaba algo incomodo dormir sobre un suelo con bastantes piedras y porque había algunas abejas, que por alguna extraña razón, me seguían siempre.

Por cierto, ahora si estaba completamente negro, bronceado como nunca.
Pese a que la pasamos tan bien, no nos quedamos las tres noches que habíamos planeado inicialmente, sino dos. Preferimos regresar a Santa Marta y quedarnos un día en Rodadero, para conocer más del lugar, y así lo hicimos.

La salida de Tayrona, el viernes 31 de julio, fue algo más agotadora, debido a que mis hombros se estaban pelando y tenía que cargar con la pesada mochila y porque ya el cansancio se asomaba.

En el camino de regreso, al volver a pasar por Piscina y ver lo precioso de ese mar, dejamos las cosasa un lado, y nos metimos al mar. Algún día volveremos, Alejandra y yo, a esas aguas calmas, claras e inolvidables.



Finalmente salimos de la reserva y volvimos a la ciudad, para ir a Rodadero.

Como ya dije, Rodadero es un lugar algo más elitista que el resto de Santa Marta, así que el día que pasamos ahí, super agotados, comimos y bebimos bien (recuerdo una pizza inmensa y también beber smirnof), y descansamos mucho también (sobre todo porque estábamos gastando bastante menos de lo que habíamos planeado) los dos días que estuvimos ahí.


Ya para el sábado 1 de agosto llevábamos dos semanas de viaje, y el cansancio nos venció, tanto que en vez de salir, esa noche la pasamos durmiendo, por fin sobre una cama, satisfechos.

Recuerdo la sencación que teníamos Alejandra y yo, al saber que nuestra tarea diaria era pasear y divertirnos, y que al día siguiente, lo que nos esperaba era más diversión y más lugares que conocer. Si existe la felicidad, creo que es muy parecida a esa sensación.

El domingo 2 de agosto, disfrutamos un poco más de Rodadero y regresamos a al centro de la ciudad, a recoger nuestras cosas del otro hotel.

Nuevamente la sensación de querer quedarnos había vuelto. Habíamos pasado casi una semana en Santa Marta, un día más de lo planeado, paseando, disfrutando al máximo esos días únicos, divertidos, memorables.


Recuerdo que una de las razones por las que teníamos que seguir con el viaje era que las clases de Alejandra se acercaban. Fue por eso también que no pudimos ir a Barranquilla o Cartagéna, lugares que se nos ocurrió conocer ya estando en Santa Marta. Incluso pensé que podíamos llegar a Panamá. Por mí, podíamos seguir viajando, eternamente. Pero no se podía.

De alguna forma, el camino de retorno empezaba. Ya no iríamos más lejos, aunque conoceríamos nuevas ciudades. Ya empezaba a sentir algo de tristeza, porque poco a poco esa pequeña aventura iba acabándose.

En la tarde del domingo 2 de agosto salimos rumbo a Bogotá.

Al igual que con Cali, tenemos la promesa de volver a ese lugar maravilloso que es Santa Marta. Algún día, espero no muy lejano, quiero caminar nuevamente sobre su arena, sentir su calor, ver su mar. Algún día, volveremos a ese lugar en el que conocimos algo muy parecido (si es que no lo era exactamente) a la felicidad.


sábado, 17 de julio de 2010

Día 9 - 26 de julio - Medellín

El camino a Medellín fue bastante largo y accidentado. Durante el trayecto, cuando pasábamos por un interminable camino en medio de sembríos, el bus se detuvo, igual que otros muchos. Un accidente había ocurrido y por eso la policía había detenido el transito. Así, en medio de la noche, con Alejandra durmiendo plácidamente a mi lado, mientras yo seguía despierto -ya curado de las pastillas- pese a las horas de viaje y en medio de matorrales, surgió un temor en mí: ver aparecerse a gente de las FARC.

Era un temor que tenía antes de decidir ir a Colombia, un temor que supongo mucha gente ha tenido, pero nunca nada sucedió. Es más, aunque sé que aun hay muchos problemas con estos limitados mentales, creo que el muy inteligente y original lema que se utiliza para promocionar a Colombia es cierto: El único riesgo es que te quieras quedar.

Llegamos a Medellín en un tranquilo amanecer, el domingo 26 de julio. El único problema fue que era demasiado temprano. Cuando llegamos al terminal, aun no vendían pasajes.
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Alejandra y yo aprovechamos el tiempo de espera desayunando y tomando un par de fotos de las afueras.


Recién, cerca de una hora después, nos enteramos que el terminal en el que estabamos, no era el adecuado. Los buses para Santa Marta salían en el otro terminal. Así que nos dirigimos allá.

Medellín era sólo una ciudad de paso. Sabíamos que sólo teniamos un par de horas, sobre todo porque el camino a Santa Marta era larguísimo, 16 horas, así que sólo por esa vez no ibamos a salir tarde en la noche, sino algunas horas antes, calculando el tiempo para llegar a nuestro destino añorado a una hora buena.

Dado el poco tiempo que teníamos en esa ciudad, los lugares a conocer iban a ser pocos. Así que nuestro plan fue uno: ir a las Gordas de Botero, y después a lo que se pueda.

Antes de salir, buscamos donde dejar las maletas. Cuando encontramos ese lugar, el hombre que atendía nos dijo que debíamos pagar no por compartimiento, sino por maleta, algo que nos pareció injusto, sobre todo porque era muy caro. Después de dejarnos discutir un rato, el hombre, sonriendo nos dijo: eso es lo que hace todo el mundo, porque nos son paisas y no encuentran la solución, pero a ustedes voy a decirles qué hacer. Entonces nos explicó que compráramos una bolsa grande y metiéramos todo ahí. La lección fue que había que ser rápido e ingenioso, como un paisa.



Después de esto, fuimos al metro, para ir a Plaza Botero. Antes de seguir con las gordas, debo recalcar que el metro de Medellín fue lo mejor en cuanto a transporte que vimos en Colombia. Ahora sí, las gordas.




No sé si es porque era domingo en la mañana, o simplemente porque se ha descuidado la zona (lo que es más seguro), pero más allá de la emoción de estar en ese lugar tan emblemático, lo que sentimos Alejandra y yo fue cierto temor y decepción de lo mal cuidado que estaba el lugar, sobre todo porque estaba lleno de maleantes. Se veía bastante peligroso. Tomamos algunas fotos rápidamente, hasta que un hombre se acercó a pedirnos dinero, y otros tantos empezaban a observarnos cada vez más. Entonces salimos del lugar.




Con todo, debo decir que fue un gusto conocer ese lugar del que tantas fotos había visto y, por alguna razón, tenía muchos deseos de conocer.

El siguiente lugar al que fuimos fue el Parque Explora. Un lugar bastante entretenido e interesante. Ahí se nos pasó la tarde, por lo que no pudimos conocer más. Y por cierto, como era domingo, muchos lugares estaban cerrados.

Creo que debo mencionar que pese a que no conocimos mucho, por lo poco que pudimos ver en ciertas zonas (como el camino de un terminal a otro) Medellín nos gustó mucho. Nos pareció que debíamos quedarnos un día más, para conocer mejor esa ciudad, sin embargo, no podíamos, porque teníamos una reserva de hotel en Santa Marta. Esa fue la única reserva que hice durante todo el viaje, y la hice porque dado que era un lugar tan alejado y como tenía la idea de que todo era muy caro (cosa que no fue cierta), me apresuré en buscar el mejor precio posible y reservar una habitación (decisión que a la larga fue buena).

Como veíamos que ya se acercaba la hora de irnos, regresamos al terminal de buses. Compramos provisiones y nos sentamos a ver un partido de fútbol, mientras esperabamos que saliese nuestro bus.

Al poco rato oímos el llamado, el camino hacia Santa Marta empezaba. Era la noche del 26 de julio.

viernes, 16 de julio de 2010

Días 6, 7 y 8 - 23, 24 y 25 de julio - Cali

La noche del miércoles 22 de julio salimos de Ipiales rumbo a Cali.

Una vez en el bus, como siempre, Alejandra durmió casi instantaneamente, mientras que yo empecé a escuchar música de mi mp4. Después de más de una hora, intenté dormir, pero nada, entonces recordé lo de la pastilla que había comprado en Ipiales. Desperté a Ale y se la pedí. La tome deseando que me relajara y me hiciera dormir por un par de horas, para llegar fresco a Cali y disfrutar al máximo de esa ciudad, sin saber que mi deseo se cumpliría aunque en proporciones aumentadas. Recuerdo que tomé la pastilla y al pasar los minutos, el sueño no venía, maldita sea, pensaba, otra vez pasaré la noche sin dormir. Sin embargo, cuando menos lo pensé, ya estaba durmiendo. En ese momento aun no sabía que lo que había tomado era Valium.

Lo siguiente que recuerdo es a Alejandra despertándome, porque teníamos que bajar del bus a un control de carretera. Yo me encontraba algo mareado y cuando intenté hablar, no pude. No podía ponerme de pie, e intenaba decirselo a Ale, pero las palabras no salían de mi boca, la pastilla aun seguía haciendo su fuerte efecto. Bajé como pude del bus, y con todas las fuerzas que me quedaban, puede decir un par de palabras a los militares que nos pedían documentos. Recién después de ese momentol al subir nuevamente al bus, no recuerdo bien cómo, Alejandra se dio cuenta de lo que me pasaba, y entre divertida y preocupada me dijo que siguiera durmiendo nomás, que ya se me pasaría.

Llegamos a Cali el jueves 23 de julio, en un día hermoso y caluroso, perfecto para pasear y conocer esa ciudad que nos hacía tanta ilusión, sin embargo el efecto seguía igual de fuerte. Alejandra practicamente tuvo que cargar con su mochila, la mía y conmigo mismo. Felizmente había un puesyo de información turística y averiguamos un par de cosas. Dada mi condición, no podíamos ir a ninguno de los hoteles que me habían recomendado en las diversas webs que había visitado, así que fuimos a uno que estaba a dos cuadras de la terminal de buses, de lejos, el peor hotel en el que estuvimos.

(Cabe resaltar que en medio de mi malestar pude empezar a apreciar la belleza de la mujer colombiana, de las caleñas en especial. Recuerdo sobre todo una muchacha en la terminal, con un trasero descomunal, monumental, impresionante, único, que me sacó de mi estupor, al menos por unos segundos).

Una vez registrados, subí como pude y me tiré a la cama, a dormir un rato más para por fin poder salir a pasear. Lamentablemente, ese rato pasó a ser una, dos, tres horas, y más. Sólo recuerdo haberme levantado y ver a la pobre Alejandra viendo tele y poniendome paños frios sobre la frente, porque yo sudaba mucho. Intenté levantarme, pero no podía, el efecto era demasiado fuerto. Recién a la tercera vez que me desperté, puede pararme. Tenía que hacerlo sobre todo por Alejandra, me daba pena hacerla pasar todo el día viendo televisión. Me di una ducha fria y salimos finalmente del hotel.

A media cuadra comimos una Bandeja Paisa, que aunque no es típica de Cali, nos pareció muy buena.

Después, mientras los efectos de la pastilla aun me afectaban un poco -lo suficiente como para tenerme aletargado, pero ya no tanto como para impedirme caminar y conversar de forma normal- decidimos que ya que era tarde, iríamos al barrio de San Antonio, que según lo que sabíamos era bastante bohemio y divertido.
Para llegar, tomamos un bus y caminamos un poco. Cuando ya estábamos cerca, entramos a una tienda, porque nos moríamos de sed, y tomamos una Hit. Fue la primera de muchas. En Cali hay mucho calor todo el tiempo.

Después, llegamos a una especie de loma, en la que había mucha gente, conversando, tocando guitarra, caminando, disfrutando de esa calurosa noche. Recorrimos el lugar y nos gustó mucho, tanto que también nos dejamos caer sobre el pasto, para conversar un rato, y sentir lo rico que es hacer absolutamente nada más que disfrutar de la vida. Pasado esto, entramos a una tienda de artesanías y compramos algunas cosas.

Entonces recordamos que teníamos que ir (sí o sí) al café que habíamos visto en Internet desde Lima, y que nos encantó por su nombre: Café Macondo.

Caminos un rato, algo extraviados, pero después de preguntar a algunas personas (que como todas con las que conversamos en Cali, eran buena gente), llegamos al lugar.

Tomamos granizados de café, uno que tenía el nombre Melquiades y otro que se llamaba Macondo. El lugar estaba muy bueno, lleno de referencias, obviamente, a la novela.


Luego, paseamos un rato más por la zona y quisimos ir a otro lugar, a la zona central, pero no fue buena idea, porque era ya tarde, y nos encontramos con calles vacias y prostitutas (creo que hombres) corriendo. Algo asustados tomamos un taxi y regresamos al hotel.

Así fue la primera noche en Cali. Más allá del pequeño susto en la zona central, fue una noche sencilla y bonita.

El viernes 24 de julio desperté ya completamente recuperado y dispuesto a recuperar el tiempo perdido.

Antes de salir al paseo en sí, fuimos a la terminal a comprar los pasajes para Medellín para el sábado 25 en la noche (siempre trataba de hacer eso, comprar los pasajes con tiempo para no pasar apuros de última hora).

Recuerdo que poco a poco iba viendo más y más mujeres bellas, de cuerpos celestiales, es algo que siempre recordaré de Cali, la belleza de sus mujeres. Algo que a Alejandra no le hacía mucha gracia que yo contemplara.

El primer lugar al que fuimos fue al Gato y sus novias, una muestra simpática al lado del rio Cali.

Después, fuimos al zoológico, otro lugar muy entretenido, y bastante grande.




Ahora que lo recuerdo, fue algo a veces divertido y a veces complicado hacer uso del transporte público. Y por cierto, el uso de “carreras” y calles, también fue algo complicado para nosotros.

El resto de la tarde se nos pasó caminando por la zona rosa.

Regresamos al hotel y entonces nos alistamos para algo que era una obligación hacer en la capital mundial de la salsa: ir a bailar. El destino: Juanchito, una especie de pueblito a las afueras de Cali, en el que sólo (o principalmente) hay discotecas.

Después de comer algo, tomamos un taxi y nos fuimos a Juanchito. Al llegar, le pedimos al taxista que nos llevara a alguna de las discotecas buenas y conocidas. Nos llevó a "Changó".

La discoteca era amplia y todas las mesas tenían dos cosas: vasos y aguardiente. Nosotros tomamos cerveza, mientras veíamos cómo era el ambiente.


Debo decir que yo siempre he sido muy malo bailando, y que la gente de Cali, hombres y mujeres, baila como nadie. Así que pasamos la noche a ratos bailando y a ratos contemplando el show que daban todos cuando bailaban, deleitándonos con esos desenfrenados movimientos de pies, brazos, caderas, cinturas, con ese espectáculo de la salsa. Y entonces amaneció.

En nuestro último día en Cali, el sábado 25, fuimos al Cristo Rey. El camino es algo largo y sólo se puede ir en taxi (o en auto propio). Algo que no sabíamos, y nos enteramos recién ahí era que en la cima de esa montaña no hay taxis para regresar, así que la única opción es regresar en el mismo que te lleva (lo que aumenta el precio, porque te tienen que esperar). Según nos dijeron ir a pie es algo peligroso, porque en algunas partes del camino te pueden asaltar.



Después del Cristo Rey, que tiene una vista espectacular, recorrimos el casco histórico, ya de vuelta en la ciudad misma.


Finalmente, en la tarde estuvimos en una especie de festival, en la que hubo show de salsa. Ahí nos divertimos mucho, nos habíamos divertido en todo el viaje, tanto que una duda se asomó.




Ya teníamos los pasajes para esa noche, rumbo a Medellín, pero cada minuto que pasaba, dudábamos más. Algo nos decía que debíamos quedarnos, que Cali tenía mucho más para ofrecernos, mucho más de lo que ya nos había dado, con esa clima tan lindo, igual que su gente, igual que todo el ambiente. Para colmo, en ese festival tocaron una canción muy famosa: Cali pachanguero. La gente bailaba, todo era alegría, todo diversión. Sin duda, estábamos en la sucursal del cielo. Pero el viaje debía continuar. Y así, con bastante pena, dejamos Cali, con la promesa de volver. Algún día lo haremos.

Entonces empecé a sentir que ese viaje iba a dejarnos mucho, que aunque la experiencia no iba ni a la mitad, ya estaba dejando su huella en nosotros, las ganas de seguir en un lugar que nos encantó, pero al mismo tiempo el deseo de seguir el camino y volver a la ruta.

En la noche del sábado 25 de julio, salimos rumbo a Medellín.

miércoles, 14 de julio de 2010

Día 5 - 22 de julio - Tulcán e Ipiales

El martes 21 de Julio en la noche salimos de Guayaquil rumbo a Tulcán. Esto suena como un viaje más, pero no lo era, porque para ir de la primera ciudad a la segunda, había que, literalmente, cruzar todo Ecuador.

El viaje fue algo lento y bastante accidentado, tanto que nos enteramos, ya al amanecer que los frenos habían estado fallando y tuvimos que cambiarnos de bus. Además, en el ajetreo, a una persona le robaron la billetera. Después, no hay mucho más que decir, porque todo el camino fue de noche y la pasé escuchando música porque usualmente yo no puedo dormir en los buses, una característica que más adelante en el viaje me jugaría una mala pasada. Pero no nos adelantemos.

El miércoles 22 de julio, en nuestro quinto día de viaje, llegamos a Tulcán. Un pueblo de clima frio del que no pudimos conocer mucho, porque apenas llegamos nos dirigimos a Rumichaca, que es el último punto ecuatoriano, la frontera con Colombia.

La emoción nos embargaba, a Alejandra y a mí, porque por fín llegaríamos a tierra colombiana, lo que nos hacía gran ilusión. Al mismo tiempo, algo de temor o preocupación nos rondaba, porque habíamos oído que la frontera era bastante movida, pero felizmente no era cierto, o al menos no fue así ese día.


Antes de salir de suelo ecuatoriano tuvimos que pasar por migraciones. Fue una larga y absurda espera, las personas encargadas del control vagaban o hacían pasar a gente que hablaba antes con ellos. Migraciones de Ecuador es tan lenta y mala como la de Perú. Aunque, bueno, supongo que practicamente todo mundo odia ese periplo que es usualmente pasar por los controles.

Después, cruzamos el puentecito, felices y llegamos a Colombia. La dicha nos embargaba, la alegria nos envolvía, la felicidad se asomaba.

Hasta migraciones actuó rápido. Alejandra y yo imaginabamos otra larga cola y espera, pero no fue así. El proceso fue rapidísimo.

Al pasar todos los trámites, estabamos listos para ir a Ipiales, pero antes necesitabamos cambiar dólares a pesos colombianos. Preguntamos a varíos cambiastas, que abundan a ámbos lados de la frontera, y ninguno nos convecía. Al final, tuvimos un tipo de cambio que no era tan bueno como el que había conseguido en Guayaquil, cuando compré algunos pesos, sólo por si acaso.

Finalmente estábamos listos. Nos subimos a una van y nos dirimos a la terminal de Ipiales. Una vez ahí, compramos los pasajes para Cali. Saldríamos en la noche.

Con los pasajaes ya comprados y las mochilas encargadas en la oficina de la empresa de transporte, nos fuimos a desayunar. Después de eso, nos dirigimos a un lugar que había descubierto a través de la web, casi de casualidad: El Santuario de Lajas.

Tomamos un colectivo, y tras un corto viaje, llegamos a la zona. Había una especie de mercadillo en el que también habían varios autos-colectivos, y un camino de piedra que iba en bajada.


Fuimos por el camino, empezando nuestra pequeña "peregrinación". Por fotos, sabíamos que el lugar era bonito y especial, sin embargo, al llegar a La Basílica Santuario de Nuestra Señora de las Lajas todo lo que esperabamos quedó corto.


La Basílica es una maravilla arquitectónica, al borde de un precipicio, en cuyo fondo hay un rio. Creo que no hay palabras para describir lo que es este lugar, que no sólo es la construcción, sino todo lo que la rodea. En casos como este, es cierto que una imagen vale más que mil palabras. Creo que este lugar puede definirse como espectacular, mágico e imponente.


Después de tomar fotos, descansar un poco y meditar también, decidimos recorrer el lugar. Pudimos bajar cerca al rio y ver una pequeña (muy pequeña) catarata. Finalmente empezamos el camino de retorno a la zona de colectivos y tienditas, que me resultó algo extenuante, porque lo que a la ida era una bajada con hermosa vista, al regreso era una subida empinada e interminable. Me consolaba pensando que estaba pagando mis pecados con esa peregrinación.


Regreasamos a la terminal y almorzamos. Entonces empecé a pensar en algo: no había dormido desde que salimos de Guayaquil, y ya iban más de 24 horas, y probablemente tampoco dormiría camino a Cali.

Dejé esos pensamientos de lado, al decidir ir a pasear un rato por la Plaza de Armas de Ipiales. Una plaza bastante sencilla pero simpática. Ya para este momento había bastante frío así que Alejandra y yo entramos a una especie de panaderia y comimos unos panecillos y tomamos café. Al salir del lugar, le conté a Alejandra que me sentía algo cansado y que temía no poder dormir en el bus y llegar totalment agotado a Cali. Entonces optamos por ir a una farmacia y pedir una pastilla que me relajara, sin imaginar que esa inocente decisión desencadenaría en una de las más grandes anécdotas del viaje, algo divertida y algo peligrosa.

Regresamos a la terminal y ahora sí, estabamos listos para salir rumbo a la capital mundial de la salsa, la sucursal del cielo: CALI.

Compramos provisiones y subimos al bus, muy contentos y emocionados, sin saber que la pastillita que me habían dado en la farmacia iba a dar resultados no esperados.

Era la noche del miércoles 22 de Julio.