domingo, 18 de julio de 2010

Días 10 al 16 - 27 de julio al 2 de agosto - Santa Marta

Santa Marta. Durante los preparativos de viaje, al inicio, ni si quiera se me cruzaba por la mente llegar a ese lugar. Fue junto con la definición de la ruta que Alejandra y yo ibamos viendo que podíamos llegar un poco más lejos de Cali, quizás a Bogotá. Pero entonces, al ver el mapa, dijimos ¿por qué no vamos a Santa Marta? Sonaba a locura, pero en sí gran parte de el viaje lo era. Así que sin mucho pensarlo tomamos como destino más lejano de Lima, a esa ciudad que está en el már Atlántico, en el Caribe colombiano. (Ya antes lo había dicho: me gusta la idea de partir de una ciudad al lado del Océano Pacífico y llegar a una que estaba en el Atlántico).

Muy emocionados, Alejandra y yo salimos de Medellín la noche del 26 de julio, rumbo a Santa Marta, expectantes por lo que conoceríamos, ya sintiendo el calor que seguramente nos esperaría. Sin embargo, durante el viaje sucedió algo raro y contradictorio: el camino hacia el Caribe fue frio, helado, casi bajo cero. Y no por el clima, sino porque en el bus pusieron el aire acondicionado a una temperatura muy baja, demasiado baja. Por más que reclamamos, no subieron la temperatura. Creo que algo se había malogrado, pero todos llegamos con chompas y temblando. Creo que antes que se me olvide, necesito mencionar a nuestra "mantita salvadora". El día que salíamos de Lima, dudabamos si empacar esa manta o no, pero finalmente lo hicimos, sin saber que nos salvaría y abrigaría por todos los lugares frios por los que estuvimos. Recuerdo que todo el camino hacía el caribe la pasé bien agrigado, temiendo llegar agripado y enfermo a la playa.

Volviendo al viaje, después de una infinidad de horas, tiritando, llegamos Santa Marta. Era lunes, 27 de julio. Ya en el bus, pudimos ver un par de cosas del paisaje, pero era nada comparado con lo que viviríamos.

Al bajar del bus, congelados, el sol nos recibió, caliente, directo, revitalizante.

Como el viaje había sido tan largo, y no había tomado pastilla alguna, Alejandra y yo decidimos dormir algo cuando llegáramos al hotel, que por lo que había leído en la web, estaba muy cerca al mar. La decisión de dormir algo fue sobre todo por mí, porque desde que salimos de Cali casi no había dormido. Y ya eran más de 36 horas.

(Debo aclarar que para ese momento, dormía una que otra hora, pero no mucho. Tampoco es que pasé las más de 36 horas despierto, pero también es cierto que no dormí casi nada). Sin embargo, cuando llegamos al hotel (algo nervioso porque no sabía si la zona era buena o no, o si el hotel era aceptable o no), vimos que estábamos a una cuadra de la playa. Practicamente, frente al mar. Obviamente, todo el cansancio se fue. Entramos a la habitación reservada y nos gustó. Lo raro fue que era una habítación triple, pero la usamos sólo nosotros. En una cama pusimos las mochilas, en la otra ropa sucia y en la tercera, al lado de la ventana, bajo un ventilador que daba directamente a quien se echara, dormiríamos nosotros.

El calor había aumentado y ya estabamos sudando un poco, así que nos dimos una ducha muy necesaria, y salimos a pasear, felices. Al salir a la avenida principal, la que dividia los restaurantes y locales de la arena y el mar, vimos en una pantalla digital que era medio día y que la temperatura era de 40 grados. Entramos un rato al agua, caminamos por la ciudad, y cuando ya desfallecíamos de calor, encontramos un Juan Valdez. Y entonces probamos la gloria: Granizados.


Después, fuimos a Playa Grande. Fuimos en taxi y ya por el camino pudimos ver un paisaje precioso.


Ahí pasamos la tarde, quemándonos, disfrutando del mar. Yo, que nunca había entrado al mar, intenté hacerlo, aunque sólo hasta las rodillas. Increible, pero cierto. En pleno mar caribe, no quería entrar a la playa.


(Por cierto, recuerdo que me compré aqua socks y nunca me los quité, entonces una parte de mis pies permaneció blanca, mientras el resto de mi cuerpo, y el de Alejandra, fue ennegreciéndose más y más).

Ya en la noche regresamos a la ciudad misma, y recordamos que teníamos que comer(!). Se nos había pasado el día, y no habíamos comido absolutamente nada. Pero valió la pena.

La noche fue tranquila y reparadora, con ese clima tan rico que nos encantaba.
Al día siguiente, martes 28 de julio, fuimos al Rodadero. Un lugar algo más elitista que la ciudad, pero igual de bueno. Sólo caminamos por el lugar un breve momento, para después irnos a Playa Blanca.

Para ir ahí, tuvimos que tomar una lancha desde Rodadero. Yo, la verdad, no sé nadar, y me moría de miedo de entrar al mar. Cuando supe que teníanos que navegar, aunque sea por corto tiempo, temblé un poco. Pero estábamos ahí, y había que hacerlo.


Sobre ese mar azul profundo, en ese día perfecto y caluroso, en esa lancha, yo me sentía viviendo, como dicen en el comercial de whisky, “the chivas life”.



Fue otra tarde memorable, en la que además conocimos a una pareja de colombianos, y bebimos mucha cerveza, frente al mar de Playa Blanca. Ya para este momento estaba casi completamente negro.



Al volver a Rodadero, recuerdo que la marea estaba algo movida, y la lancha se samaqueó, mientras yo temblaba y me agarraba lo más fuerte que podía de donde sea. Me aterraba estar al medio del mar, lejos de tierra.




Felizmente no hubo mayor inconveniente y ya al atardecer, regresamos en bus a Santa Marta ciudad, comimos algo, y paseamos por el malecón.


Después, compramos provisiones para lo que serían los días siguientes, una de las máximas aventuras del viaje, nuestra excursión por la reserva de Tayrona.

Algo que debo mencionar, es que esa noche hubo vientos muy fuertes, tanto que Alejandra se asustó mucho. Yo trataba de calmarla, diciéndole que era normal, que si fuese algo malo la gente se vería preocupada. Yo también tenía algo de temor, porque nunca había visto algo así, las palmeras moverse con fuerza, sentirse algo empujado por el aire.

En la mañana del miércoles 29 de julio, con una mochila de más de diez kilos de peso sobre mis hombros (pesaba así gracias a que la mayor parte de las cosas las dejamos en el hotel, porque el peso combinado de nuestro equipaje era de cerca de 40 kilos), dejamos la ciudad y emprendimos camino hacía Tayrona.

Tomamos un colectivo y, después de pasar en el bus por un camino lleno de vegetación, llegamos a nuestro destino. Pagamos las entradas y empezamos a caminar, previa revisión del mapa. Nuestro destino era El Cabo o Cabo San Juan.

Fue una caminata interminable y agotadora, pero valió la pena.


Caminamos y caminamos, primero en medio de vegetación, y llegamos a Arrecifes, una playa bastante peligrosa, tanto que ya han muerto unos cuantos, según dice una advertencia.

Seguimos caminando, y cuando estaba por desfallecer (sobre todo por el peso a mis espaldas), llegamos a Piscina, un paraíso, una playa sin olas, una preciosidad, pero sin lugar para acampar. Así que había que seguir.

Finalmente, llegamos a otro lugar maravilloso: Cabo San Juan. Ahí nos quedamos. Pagamos el derecho para acampar, armamos la carpa y fuimos a la playa.

Así pasamos la tarde, disfrutando del mar, caminando por la zona.



Ya en la noche, el calor continuaba, aunque no era agobiante, sino placentero. Para pasar el rato, Alejandra y yo empezamos a inventar juegos y tomar tequila, recuerdo que en un momento, ya pasada la media noche, salimos de la carpa y dormimos un rato fuera, mirando las estrellas.

Al día siguiente exploramos más playas y nos divertimos más, sin embargo la comida se limitaba a lo que habíamos llevado, que era atún, galletas y esas cosas que puede soportar un día, pero no dos y menos tres.



La estadía en Tayrona fue buena, salvo porque (junto con el tema de la comida) me resultaba algo incomodo dormir sobre un suelo con bastantes piedras y porque había algunas abejas, que por alguna extraña razón, me seguían siempre.

Por cierto, ahora si estaba completamente negro, bronceado como nunca.
Pese a que la pasamos tan bien, no nos quedamos las tres noches que habíamos planeado inicialmente, sino dos. Preferimos regresar a Santa Marta y quedarnos un día en Rodadero, para conocer más del lugar, y así lo hicimos.

La salida de Tayrona, el viernes 31 de julio, fue algo más agotadora, debido a que mis hombros se estaban pelando y tenía que cargar con la pesada mochila y porque ya el cansancio se asomaba.

En el camino de regreso, al volver a pasar por Piscina y ver lo precioso de ese mar, dejamos las cosasa un lado, y nos metimos al mar. Algún día volveremos, Alejandra y yo, a esas aguas calmas, claras e inolvidables.



Finalmente salimos de la reserva y volvimos a la ciudad, para ir a Rodadero.

Como ya dije, Rodadero es un lugar algo más elitista que el resto de Santa Marta, así que el día que pasamos ahí, super agotados, comimos y bebimos bien (recuerdo una pizza inmensa y también beber smirnof), y descansamos mucho también (sobre todo porque estábamos gastando bastante menos de lo que habíamos planeado) los dos días que estuvimos ahí.


Ya para el sábado 1 de agosto llevábamos dos semanas de viaje, y el cansancio nos venció, tanto que en vez de salir, esa noche la pasamos durmiendo, por fin sobre una cama, satisfechos.

Recuerdo la sencación que teníamos Alejandra y yo, al saber que nuestra tarea diaria era pasear y divertirnos, y que al día siguiente, lo que nos esperaba era más diversión y más lugares que conocer. Si existe la felicidad, creo que es muy parecida a esa sensación.

El domingo 2 de agosto, disfrutamos un poco más de Rodadero y regresamos a al centro de la ciudad, a recoger nuestras cosas del otro hotel.

Nuevamente la sensación de querer quedarnos había vuelto. Habíamos pasado casi una semana en Santa Marta, un día más de lo planeado, paseando, disfrutando al máximo esos días únicos, divertidos, memorables.


Recuerdo que una de las razones por las que teníamos que seguir con el viaje era que las clases de Alejandra se acercaban. Fue por eso también que no pudimos ir a Barranquilla o Cartagéna, lugares que se nos ocurrió conocer ya estando en Santa Marta. Incluso pensé que podíamos llegar a Panamá. Por mí, podíamos seguir viajando, eternamente. Pero no se podía.

De alguna forma, el camino de retorno empezaba. Ya no iríamos más lejos, aunque conoceríamos nuevas ciudades. Ya empezaba a sentir algo de tristeza, porque poco a poco esa pequeña aventura iba acabándose.

En la tarde del domingo 2 de agosto salimos rumbo a Bogotá.

Al igual que con Cali, tenemos la promesa de volver a ese lugar maravilloso que es Santa Marta. Algún día, espero no muy lejano, quiero caminar nuevamente sobre su arena, sentir su calor, ver su mar. Algún día, volveremos a ese lugar en el que conocimos algo muy parecido (si es que no lo era exactamente) a la felicidad.


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